Calle de sentido único, de Walter Benjamin

 


 

Frente a las arquitecturas armónicas y las líneas narrativas que desembocan en un final premeditado, frente a la idea oclusiva del tratado y de los centones moralizantes, Walter Benjamin quiso escribir un libro que no pareciera un libro, proponer una escritura que se alejara de la idea romántica del volumen memorable y de las pretensiones totalizantes del realismo decimonónico, huir de los mosaicos del naturalismo y de la literatura acomodaticia, tan dichosa en su paraíso positivista. Quería el alemán una emancipación de la escritura que residía en el fragmento, tan incómodo para muchos, en esa brevedad abierta, sugestiva, turbulenta, en el lanzallamas del aforismo, en la fotografía que nos concede una revelación, en el relámpago de cordura que no aspira a fundar un método, en la frase cortante cuya ironía nos salva de los filósofos legisladores. Este libro confía en el retrato cáustico, en las descripciones fulminantes que sospechan o queman teorías, en esa observación que se concentra en un solo gesto, en un solo aspecto de lo real, en un objeto en apariencia secundario, minúsculo, tal vez inaccesible, pero que la escritura transforma en símbolo.

Un pensamiento desengañado se esfuerza aquí por desentrañar la realidad, pero lo hace como quien toma la fotografía de una calle, un despacho, una fábrica o un escaparate, y con ella nos muestra aquello que la costumbre nos impide ver: las insólitas relaciones con la historia que posee el más leve de los gestos, el pulso de las esperanzas de la multitud, las excusas y las leyes del privilegio, los cauces del remordimiento o de la culpa, el deseo que se filtra por los muros, que hace nido en la piel, las ideas que nos empobrecen, la ancestral historia de nuestras renuncias y miedos.

Calle de sentido único, cuya primera edición es de 1928, es un libro de fragmentos que gravitan la estética, el materialismo histórico o la posibilidad de refundar el mito, pero también es una calle que se abre a la crítica de arte sin abandonar la política, también defiende una literatura que diseccione lo real desde la pura observación, con fotografías que se mueven entre la sátira y la poesía, entre el esbozo de un relato y el cuaderno de viaje. Esa multitud fragmentada está reunida bajo la camaleónica crítica del alemán, capaz de transmutarse y sobrevivir en todos los espacios, desde el apunte diarístico hasta el hachazo epistemológico, desde la prosa poética hasta el retrato satírico. Cada página nos deja una intuición o una tesis que no se agota, que se viene con nosotros. Si hay un pensador del siglo XX capaz de generar en sus lectores nuevas vías para la crítica, ese escritor debe ser Walter Benjamin.

Pocos desconocen que Adorno no sería posible sin Benjamin, que cuanto se rompe, inventa y reformula en Benjamin sirve para que Adorno renueve y construya, pero tampoco serían posibles sin este precedente los asombrosos apuntes de Canetti, que se empeñó tanto en esconder su influencia, quizá porque era la más evidente y poderosa.

Los fragmentos del libro producen una inquietud perdurable, un desasosiego que exige una lectura nueva, porque esta escritura surge de lo cotidiano y observable, pero se abre hacia la historia, las religiones, la literatura y la política, y no cede en su incendio. La diáfana traducción de Richard Gross contribuye con precisión a ese efecto.

 No pocas tesis de este libro me persiguen y me interrogan. Aquí está su repugnancia por las obras acabadas, las versiones definitivas y los tratados repulidos, esos ataúdes que solo sirven para honrar a la academia y a los cerebros más fúnebres. Examina a esas religiones que se recrean en la descripción de los mendigos porque no entienden que ellos impugnan el dogma y la posibilidad de un espíritu, y cómo solo la limosna les resulta vivificante, porque en ella depositan su sagrado perdón, que nunca fue solicitado. Nos ruega que no hagamos la paces con la pobreza, porque quienes nos avasallan deben al menos escuchar nuestra queja. Le dedica un feliz homenaje a Karl Kraus, lleno de ebriedad celebratoria y de impugnaciones, aunque el auténtico servicio se lo hace cuando escribe a su manera satírica, con una antorcha en la mano, esa página que dedica a la crítica literaria de su época. Apuesta Benjamin por la posibilidad de encontrar en los defectos del amado un refugio natural para el amor, y sabemos que esa tesis es también una estética, porque nada nos une tanto al estilo de un escritor como sus defectos, que son la expresión natural de su carácter. Describe, en unas páginas que se acercan de puntillas hasta la prosa poética, la experiencia del niño y su visión nueva, profética y lúdica ante los objetos, y cómo lo real en ellos es el centro de todo, porque en el niño no hay frontera entre realidad e imaginación, entre forma tangible y sueño, porque ven el árbol en su totalidad, como algo que es hoy y es siempre. Sostiene que la miseria y la estupidez nos convierten en prisioneros de fuerzas colectivas, y que los alemanes de su tiempo han perdido por completo la más europea de las virtudes, que fue la natural ironía con la que el individuo se aleja de esas corrientes que arrasan el pensamiento. Se ríe de los mamotretos y del arte de escribirlos, esos orondos volúmenes que se alimentan por igual con una erudición hueca, la repetición de tesis manoseadas de baratillo y la acumulación festiva de referencias bibliográficas. Nos recuerda que la degradación de la crítica es proporcional al triunfo de la publicidad, que los parques de atracciones son un prototipo de los sanatorios, que toda voluntad nace cuando encuentra una representación figurativa que la explique.

Arguye Benjamin que debemos proteger la memoria de los muertos, porque también esa memoria está amenazada por nuestros enemigos, porque la historia la escriben los que vencen, y su costumbre es convertir al otro en silencio, desierto y olvido. Escribimos desde las sombras, porque solo en las sombras puedes descubrir aquello que quiso ser enterrado y merecía una página y la luz del mediodía.



Existió una vez un niño

 


Existió una vez un niño que vivía en una isla que era a la vez el paraíso y ningún sitio, el fin del mundo y el principio del olvido, el centro de la nada y las afueras de la civilización. Ese niño no fue domesticado, no alcanzó sus objetivos, no creció en la dirección correcta. Tuvo amigos, hermanos y padres, tuvo profesores, guardianes y psiquiatras, pero nadie consiguió llamarlo, porque nunca tuvo un nombre. Ese niño aprendió a ser araña, gusano en el barro, silla abandonada en un basural, aprendió a conversar con las ratas, a morder como los perros salvajes, a dormir en las calles de una ciudad muerta. Existió una vez un niño que fue casi real, casi cierto, alguien no menor que la nada y no mayor que un silencio. En las peores calles sin salida, en los barrios que no empiezan ni acaban, a la sombra de los centinelas gigantes, aún puedes intuirlo, solitario y sucesivo, multitud y ninguno.

 

 

Foto: Lisa Bukreyeva 


El arte de no hacer nada

 


 

Cada verano rozo mi sueño de no hacer absolutamente nada. Nunca lo consigo, pero acercarse es suficiente. Nada me alegra tanto como las horas que perdí a conciencia, horas que dejé correr, que me aliviaron en su olvido, ligeras, medicinales. El arte de no hacer nada se ha vuelto complejo en un mundo donde toda persona está como obligada a ser productiva, a no ceder nunca a la inacción, a correr, trepar, vender. Nadie parece capaz de detenerse y contemplar una calle o un árbol. Hemos confundido la vida con la urgencia. Hemos dejado que la trampa del futuro nos ahogara el presente. Nos educaron para no ceder nunca, atosigados en la búsqueda, febriles y compulsivos. Siempre puedes hacer más y hacerlo más rápido, aseguran. No conocer, solo visitar. No saber, solo parecer que sabes. Por eso, aunque sean pocas, me alivian esas horas en las que aprendí a no hacer nada.

 

                                                Imagen: Andrea Modica

La cadencia de la asfixia

 


No olvides la frecuencia de paso, el ritmo al que debes respirar, la cadencia de la asfixia. Prohibido fijar carteles que no prohíban fijar carteles. Prohibido preguntar si se pueden hacer preguntas. Salida de emergencia que lleva a otra salida de emergencia que lleva a la casa de un desconocido que lleva tu nombre. Horario de apertura del vacío. Normas de uso del escaparate de tu vida. Oferta del día para desconocerte. La cordura está siempre en liquidación. Manténgase a la derecha de la queja. No abra la boca. No rectifique su posición. No dude. Circule siguiendo la señalización que lo llevará al mismo punto. No olvide depositar la cabeza en la bandeja para el control de seguridad. Su número de identificación no existe. La clave le permitirá el acceso a otras ideas. Seleccione su moral entre las opciones. Recibirá un descuento del diez por ciento si nos deja su piel. Sala de espera de la sala de espera de su conciencia. Mantenga la calma. Pronto llegará el silencio.


 Imagen: Gulnara Samoilova


Una vaga sensación de pérdida, de Andrzej Stasiuk

 


El relato inicial del libro, centrado en su abuela y sus historias de espíritus, explica sin error cómo el realismo de Stasiuk incluye todo cuanto la realidad permite, también las visiones en las que confían los otros, sus intuiciones y ensueños y prejuicios, también la fe que él no comparte. Su labor no es maquillar o mejorar el mundo, sino entregarnos su asombro, dibujar una cartografía donde la vida pueda seguir más allá de sí misma. 

El segundo texto gravita la figura Augustyn, la admiración que le profesa el autor, su derrame cerebral, la convalecencia, los geriátricos, y cómo su carácter libertario se abre paso entre las ruinas del cuerpo, cómo antes de morir sigue siendo él, aunque solo lo sea muy levemente. Más que un retrato es un homenaje, y dentro de ese homenaje hay escondida una poética, porque Augustyn escribía como Stasiuk soñaba escribir de joven, porque en su prosa se daba esa calidez poética que nunca desmiente lo real, los detalles en apariencia menores que van creciendo hacia el símbolo, la distancia que sirve a la mirada, las serpentinas irónicas y las calles del pensamiento, y esa naturalidad cadenciosa y viva que nos reconcilia con las palabras.

“La perra” es una elegía y una fotografía del animal con el que ha compartido el narrador dieciséis años, de su fuerza y su inteligencia, ahora perdidas por completo, detenidas en un cuerpo que apenas se sostiene en pie, en el temblor de las piernas, en la perplejidad muda de unos ojos ciegos. El mundo es de los otros, y Stasiuk comprende que su hora también está cerca, que esa decadencia pronto será la suya, que nada lo separa de ese animal.

“Grochów”, el relato central del libro, es la despedida del amigo con el que viajó por Europa, aquel con el que compartió lo mejor de la vida, la justificación misma de su literatura, y es a la vez el retrato de un hombre enfermo que se niega a caer. Los dos comparten el origen, las calles grises y sucias de Grochów, en el oeste deprimido de Varsovia, bajo el totalitarismo, en los años setenta y ochenta, cuando ellos solo pensaban en huir, en viajar lo más lejos posible, en ser como perros salvajes, sin otro destino que no detenerse nunca. Volvemos a los trenes a los que subían para llegar a cualquier lugar, las horas perdidas, que fueron las únicas que ganaron, las tierras asombrosas y lamentables que se les concedieron en su vagabundeo. ¿Acaso no es la literatura de Stasiuk una constante escapada, una fuga sin meta, un inmenso retrato en movimiento de la naturaleza humana? Aquí nos recuerda que esos viajes fueron siempre en compañía, y que ahora su amigo se está deshaciendo, que su cuerpo es cada vez menos su cuerpo, que apenas pueden mantener una conversación. Los dos se resisten a caer, los dos permanecen unidos, y a la vez la muerte recorre los huesos de su amigo y le recuerda a cada instante que ha llegado la hora. ¿Dónde quedó todo lo que vivimos, se pregunta Stasiuk, a dónde fueron aquellos días en los que el mediodía temblaba en nuestras manos como un pájaro?

No hay respuesta. No puede haberla. Al menos nos quedan estas páginas inolvidables que levantan un epitafio por los ausentes, memoria del dudoso sueño de la luz. A todas las formas de la caída que retrata Stasiuk se les ha otorgado una minuciosa poesía, arraigada, cruda, estremecida ante lo humano, crítica con una sociedad incomprensible, delicada ante esa debilidad que a todos nos espera.


En el centro de la alucinación

 



La palabra volver es una trampa. Quien regresa nunca regresa. La memoria protege una luz que no existe, que quizá nunca existió, excepto en sí misma, en esa falsificación a la que llamamos memoria.


¿Son los otros más dignos, más fuertes, sólidos e invulnerables, o solo se engañan de tal forma que nunca sienten que se estén engañando?


En todas las pinturas de José de Ribera no hay tanto una agonía como una desesperanza. Las sombras trepan por los rostros, se filtran en las telas, hacen nido en las manos. En su Ecce homo la luz se diluye en una piel enfermiza. Es como si la vida, más que llegar a la tela, se desvaneciera en ella. Todo en Ribera es despedida del mundo.


La vida parece cierta cuando crees, porque hay en ella espesura y motivo. Por eso los que no creemos en nada vivimos a la intemperie, justo en el centro de la alucinación.


Las palabras se nos deshacen con el tiempo. Decimos dolor y cuerpo y abandono, y sabemos que esas palabras han sido desplazadas de su lugar, vaciadas hasta el silencio. Decimos entonces hueso y uña y gusano, palabras cuyo peso sentimos, palabras que nos hieren o señalan, que cortan la lengua, y pensamos, equivocados, que eso podría rescatarnos.


El miedo es la tierra que utilizamos para enterrarnos en vida.


William Carlos Williams creía en la sobriedad retórica, en la precisión verbal, en una voz que nunca se despeña hacia la insistencia, en una poesía que sabe callar. Creía también que el poema nace de lo observado y nunca de lo mental. Solo con la combinación de esos dos principios son posibles poemas como el de la anciana que mastica ciruelas con el cucurucho en la mano, o la mujer que sentada ausculta el interior de su zapato con los dedos en busca del clavo que le hace daño, o la camarera de ojos grises, mirada esquiva y manos ásperas que se mueve en el ámbito de la cafetería, no lejos de las gaviotas que sobrevuelan el océano, o esa página que nos indica de dónde nacen sus poemas, cuál fue el sustrato esencial, la materia que no deberíamos evitar, y que no es otra cosa que cuanto te rodea cada día, los objetos y las personas con quienes has construido el mundo, eso que una vez despreciaste por vulgar, aquello que se te ofrece sin descanso y te llama en silencio. Escucha esa voz: es el idioma del mundo.

    

Imagen: Alen McWeeney


A un lado del camino

 


Cuanto me hace sufrir es algo que le añadí a la vida y que no estaba de ninguna forma en la vida, algo que no le pertenece y sin lo que podría vivir. Aunque quizá la vida, eliminado todo eso, sería solo algo que recuerda a la vida, porque mi experiencia de lo vivido está unida a esa carencia, a esa agonía enfermiza.

Al añadirle deseos y sueños la vida se ha convertido en una serie de diminutas alegrías, de instantes de placer, pero también de extenuantes viajes hacia el sufrimiento, de caídas o torturas íntimas, de los círculos absurdos del pensamiento depresivo, de las cicatrices que dibuja el dolor, como si acaso el dolor estuviera elaborando un minucioso mapa de mis errores. Sería preferible buscar algo sin creer en lo que se busca, desear sin fe, trabajar sin esperanza, solo con la alegría de los gestos mínimos, con la pura consolación de los actos que se justifican por sí solos. Eliminar toda expectativa. No esperar nada del otro. Debería acostumbrarme a perder como el ciclista del cuento de Marcel Aymé, ese ciclista que siempre llega el último, pero que nunca pierde su vocación. Walcott lo llamaba la gracia del esfuerzo, allí donde la acción es superior a su resultado.

Vivir sin fanfarronería y sin tristeza, sin otra fe que la práctica de unas pocas obsesiones, con la ligereza del que cae sin remedio en su propio vicio una y otra vez. En el amor también nos acostumbramos a movernos entre los extremos de la alegría y el abismo. Quizá para aliviar esos golpes, para evitar esa hiperestesia, nos conviene recordar que el amor es una invención de nuestra soledad, una elaboración del egoísmo, ese egoísmo que suplica ser querido, que requiere admiración y orgullo, y al que deberíamos mantener alejado como a un monstruo. El amor es una patología de la conciencia, y la forma de evitar esa patología es confiar en un amor que no espera nada, libre de reciprocidad, sentado a un lado del camino, como quien observa y entiende cuanto sucede.

 

 Imagen: Taras Bychko